lunes, 17 de noviembre de 2014

Se acerca el invierno

Te das cuenta de que el invierno ya ha llegado en el preciso instante en que juntas tu labio superior a la punta de tu nariz, creando una ridícula mueca en tu rostro, para comprobar el grado de enfriamiento y ver si es necesario colocar tus manos en forma de mascarilla por toda la zona de la boca y nariz para calentarte con el aliento en pequeños soplidos.

Cuando esto sucede por primera vez, diferentes sentimientos y pensamientos encontrados atraviesan tu mente de golpe. Sorpresa, porque de repente el tiempo se ha vuelto loco y la fina rebequita que llevas no es lo suficientemente gruesa para evitar que de un momento a otro te entre el tembleque y que comience un concierto de castañuelas ofertado por tus dientes; enfado, porque jurarías que hace tanto frío que se te acaba de cruzar un pingüino en la esquina que has pasado de la calle; añoranza ya que definitivamente se ha acabado lo de ir en bañador 24 horas al día, no saber la hora e incluso el día porque, ¿para qué, si estamos en verano?, y el buscar de manera desesperada algún truco infalible para que no te diera una insolación; y, después, aceptación con cierto sabor amargo, porque no se puede realizar otra cosa que hacer cambio de armario y dar comienzo la búsqueda anual en cajas cubiertas de polvo de gorros, guantes y jerséis de lana extragigantescos que cuanto más ridículo y feo sea el dibujo, mejor.

Así comienzan esas mañanas en las que sales de casa, aún siendo de noche y bajo la tenue luz de las farolas, siendo la doble de michelín, resultado de la eficaz técnica de la cebolla, que consiste en ponerse capas y capas de prendas; y esas tardes de volver a tu casa, también de noche (porque ya vas aceptando con resignación que tu vida de vampiro también ha comenzado con la marcha del buen tiempo); en las que lo único que es capaz de hacer que muevas tu cuerpo moribundo es la idea del chocolate, té, café o caldito (sin importar lo que sea en verdad, con tal de que esté caliente...) que te vas a preparar, nada más abrir la puerta y quitarte las botas con un eficaz movimiento de patadas al aire propio del mismísimo Jackie Chan.

Pero un día cambia algo. Observas a través del cristal de la ventana por el que descienden cientos de gotas, ya que no ha dejado de llover en todo el día, que la luna ha salido a pesar de que las agujas del reloj marcan las seis y media de la tarde (cuando en verano aun quedaban horas para el anochecer); y después vuelves a la lectura de ese libro que has decidido abrir para relajarte y premiarte del día tan largo y aterrador que has tenido. Estás acompañada de tu mejor aliada en esta estación, la manta centenaria que decora tu sofá desde que te diste cuenta de que el invierno había llegado; manteniendo la taza humeante sobre tu boca a la distancia perfecta de la punta de tu nariz para que no se congele; y sin querer se te escapa una pequeña sonrisa, que se mantiene durante largo rato dibujada en tu rostro. De repente, has pensado que no habría otro lugar en el que quisieras estar, porque no hay nada mejor comparado con el plan “sofá-libro-manta”, típico de estos días. Y sí, el invierno ha llegado, pero vuelves a sonreír porque hace frío (que es mejor que el calor asfixiante del verano), porque llevas ese jersey con el dibujo, tan gracioso y mono que te gusta tanto; y porque... ¿para qué mentirse?, se está tan relajado y a gusto en este mismo instante.

                                

No hay comentarios:

Publicar un comentario